Diabolus in musica (‘el Diablo en la música’) fue un término utilizado en el Medievo para definir un intervalo musical concreto, que por su difícil entonación y su tétrica a la vez que seductora sonoridad, fue prohibido por la iglesia por decirse que entraba el Diablo a través de él, usándolo como puerta a nuestro mundo. Ese diabólico intervalo era la cuarta aumentada o quinta disminuida, llamada también tritono.
Lo que no sabía la Santa Iglesia es que pasados los siglos nacería una vertiente musical que iba a hacer del tritono su demonio favorito. Desde que en 1970 llegara esa sombra reptante llamada Black Sabbath, arboreció un movimiento en ramas más fuertes hasta transformar y expandir su naturaleza, naciendo de ella ese rancio fruto prohibido llamado Thrash Metal, de ácido jugo y duro hueso, duro de roer, pero que acabaría siendo más manjar que desecho, creándose una especie de logia, de arte hermético volcado en la experimentación hacia los sonidos y ritmos más oscuros e imposibles.
Los reyes de aquella fórmula magistral y diabólica fueron y serán Slayer, los que llevaron aquello al máximo caos, un caos no exento de su propia armonía, como la espinosa y bella frontera que marca el fractal, una personal sinergia de la sincronía orquestada a golpe de riff. Y tras más de una década demostrando sus artes y maneras, de las que se fue notando una evolución que no fue de agrado para muchos de sus contemporáneos, Slayer se dispusieron a dar un paso más a través de sus tinieblas, mostrándonos otra mueca del monstruo, otra anatomía de la Bestia.
Con otras artes pero misma sombra, la mítica banda lanzaba a las calles en 1998 Diabolus In Musica, quizá el disco más controvertido de su historia, donde optaron por modernizar un poco su negra liturgia del riff pero sin renunciar del todo al ataque sónico que siempre los armó y caracterizó, aunque esta vez optando en su mayoría por balancearnos más blandamente, sin ametrallarnos de principio a fin como en sus fieros albores. Los susurros y entonaciones de Araya, a veces filtrados, y las también alteradas guitarras (aunque en breves ocasiones, y con el clásico flanger efecto jet), unido a esa colección de riffs que en su mayoría muestran influencias algo más ‘noventeras’ que ‘ochenteras’, hizo de este álbum, producido de nuevo por Rick Rubin, una obra que se alejaba bastante de la cruda atmósfera clásica del grupo, pero que por ello no dejaba de ser opresiva y agresiva. Una apuesta interesante para ver cómo se defendía la banda en semejantes terrenos y de qué forma manifestaban ese sonido desde su propio prisma.
Aunque unas veces más y otras menos, Slayer nunca dejaron de sonar a Slayer, todo un mérito, pues las corrientes son fuertes y amenazan en sus barridos con despersonalizar a todo el que alcance, pero menos mal que esta banda es un implacable rompeolas, que sólo se deja salpicar un poco para respirar nuevos aires, la bocanada justa que los renueve a ratos, pero sin olvidar quiénes son, sin perder su identidad y corpulencia… y sin dejar de acompañarles la densa y pesada sombra del ‘Diablo en la Música’.
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